La vida de san Camilo de Lelis es la vida de un pecador que fue expulsado del hospital por su mala conducta y que llegó a ser patrono de los enfermos y de los hospitales por su entrega total al servicio de los enfermos. Fundó una Orden religiosa: ministros de los enfermos, conocida como Orden de los camilos, que se dedica especialmente al servicio de los enfermos en hospitales, residencias para ancianos, centros para discapacitados, etc.
P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.
SAN CAMILO DE LELIS, APÓSTOL DE LOS ENFERMOS
LIMA – PERÚ
SAN CAMILO DE LELIS
APÓSTOL DE LOS ENFERMOS
Nihil Obstat
Padre Ricardo Rebolleda
Vicario Provincial del Perú
Agustino Recoleto
Imprimatur
Mons. José Carmelo Martínez
Obispo de Cajamarca (Perú)
LIMA – PERÚ
ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN
1.- Infancia.
2.- Soldado en acción.
3.- Al servicio del convento.
4.- Comienzo de la Congregación.
5.- Sacerdote.
6.- Contratiempos.
7.- Ministros de los enfermos.
8.- Aprobación oficial.
9.- Peste y hambre.
10.- Hechos de vida.
11.- Problemas en la Orden.
12.- Salvado de los peligros.
13.- Renuncia al cargo de general.
14.- Salvación de las almas.
15.- Sanando enfermos.
16.- Milagros de Dios.
17.- Jesús y María.
18.- Los ángeles.
19.- Su muerte.
20.- Exhumaciones.
21.- San Camilo y su Orden.
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
La vida de san Camilo de Lelis es la vida de un pecador que fue expulsado del hospital por su mala conducta y que llegó a ser patrono de los enfermos y de los hospitales por su entrega total al servicio de los enfermos. Fundó una Orden religiosa: ministros de los enfermos, conocida como Orden de los camilos, que se dedica especialmente al servicio de los enfermos en hospitales, residencias para ancianos, centros para discapacitados, etc.
Ciertamente que la vida de este gigante de la santidad, y que a la vez lo era también físicamente, no desdice en nada de la santidad de otros grandes santos de la Iglesia. También Dios le concedió algunos carismas como el de profecía y el de curación, pero sobre todo le dio el don del amor para servir con ternura de madre a todos los pobres enfermos de los hospitales y concretamente del hospital de Santiago de Roma, que era para incurables, donde trabajaba.
Por experiencia propia se dio cuenta de que los empleados a sueldo o mercenarios no cumplían sus obligaciones con responsabilidad y muchas veces las descuidaban por el juego, por hablar entre ellos o por intereses personales. Por ello él quiso organizar una Compañía de hombres buenos que cuidaran a los enfermos con amor cristiano, y así comenzó la fundación de la Orden de los ministros de los enfermos.
Él era un ejemplo para todos por su entrega total. Él mismo hacía los trabajos más pesados, hasta llevar a hombros a los enfermos de la calle al hospital o a los difuntos a enterrar. También atendía a los moribundos en sus casas. Y todo ello era un medio para llegar a sus almas y salvarlos para la eternidad. Esa era la meta suprema de sus afanes.
Para atenderlos mejor, estudió y consiguió ser ordenado sacerdote, de modo que sus cuidados personales a los enfermos iban de la mano con los auxilios espirituales. Y Dios bendijo su Congregación, que estaba en primera fila en los momentos más difíciles de la sociedad, cuando venían pestes o epidemias de cualquier índole. Precisamente, porque en estos casos se exponían a la muerte y algunos de ellos morían, les hizo hacer un cuarto voto, que consiste en servir con toda perfección a los enfermos, aunque sean apestados con riesgo de la propia vida.
Ojalá que nosotros seamos capaces de dar la vida por Cristo y por los demás. Ojalá que estemos comprometidos totalmente con Jesús para ser cristianos de verdad. Solos no podemos, pero con la ayuda de Jesús y de María, sí podemos.
Nota.- Cicateli hace referencia al libro de Sancio Cicateli, Vida del P. Camilo de Lelis, en la edición castellana de Madrid, del 2001. El P. Sancio Cicateli vivió durante 26 años junto al padre Camilo y, por eso, el escrito de su vida tiene un sabor vivencial y auténtico. Lo terminó en 1610, cuatro años antes de la muerte del santo.
1. INFANCIA
Sus padres, Juan de Lelis y Camila de Compelis, contrajeron matrimonio en 1526. Él era capitán de infantería, de profesión mercenario, al servicio de España o de Venecia. Tenía 25 años al momento de casarse. Camila tenía unos 30.
Tuvieron un hijo llamado José, el primogénito, que murió de enfermedad a los pocos meses de nacido; y después de varios años llegó Camilo, cuando ya su madre tenía cerca de 60 años. Por eso muchos lo tuvieron como un milagro.
Su madre sabía leer, cosa rara en las mujeres de aquel tiempo, y todos los días rezaba el rosario y el Oficio parvo de la Virgen. Como el padre estaba mucho tiempo fuera de casa en las guerras, ella fue la que se dedicó a cuidar y educar a su hijo Camilo. Nombre que le pusieron en honor de su madre Camila.
Camila, cuando estaba embarazada, soñó una noche que una pandilla de jóvenes, encabezada por su hijo, todos con una cruz roja al pecho, avanzaba por la calle. No se explicaba qué podía significar. ¿Quizás iban a ser ladrones o bandoleros? El día del alumbramiento era un día de fiesta en el pueblo, ya que se celebraba la fiesta de su patrono san Urbano. Camila fue a misa y allí le comenzaron los dolores de parto. Se retiró con algunas amigas y, antes de subir al piso superior de su casa, dio a luz en el establo a un bebé grande y robusto. Era el día 25 de mayo de 1550, día del nacimiento de Camilo, en el pueblo de Buquiánico, un pequeño pueblo italiano a la sombra de los Apeninos, poblado de gente pacífica y trabajadora, en el reino de Nápoles y diócesis de Quieti.
Su padre, como soldado, luchó varias veces contra los Papas y participó en el saqueo de Roma. Al año siguiente, estuvo a las órdenes de Carlos Scorpione en la defensa de Nápoles contra los franceses. Después de otro año, bajo el mando de Fabricio Marmaldo, se batió en el asedio y toma de Florencia.
En sus tiempos libres Juan de Lelis era empedernido jugador de cartas y no le faltaban aventuras amorosas. Camilo por su parte, siguió los buenos ejemplos de su madre, que lo llevaban desde niño por el buen camino. En sus primeros años fue a la escuela, donde aprendió a leer, escribir y contar, pero pronto, con el deseo de imitar a su padre y deseando ser soldado como él, empezó con el vicio de las cartas, los dados y otros pasatiempos de los jóvenes mundanos. Y estaba más tiempo en el cuartel con los soldados que en la casa o en la iglesia.
Cuando Camilo tenía 13 años murió su madre. Él lloró desconsolado al verse solo. Su padre le buscó un profesor para enseñarle a leer y escribir y hacer cuentas, pero era rebelde y prefería la compañía de los soldados del cuartel con los cuales jugaba a las cartas y aprendía el manejo de las armas.
2. SOLDADO EN ACCIÓN
Cuando Camilo cumplió 18 años, su padre, convencido de que no había nacido para las letras, sino para las armas, lo llevó consigo en busca de gloria y aventuras. Cuando Venecia vio amenazado su comercio por los turcos, hizo un llamado a las armas y Juan y Camilo y dos primos partieron para pelear por una causa tan justa y sagrada. Llegaron a Ancona camino de Venecia. El padre, ya avanzado en años, se enfermó por el largo viaje a pie; la fiebre lo consumía y Camilo también se enfermó de fiebres tercianas. Desilusionados y débiles, decidieron regresar a casa. En el camino de vuelta, un amigo de armas los recibió en su hogar en el pueblo de san Elpidio. Y allí Juan, el viejo guerrero, murió, siendo enterrado en la iglesia de los franciscanos del lugar. Camilo se encontró en el mundo enfermo y sin un centavo. Se sanó y uno de los días vio a unos frailes franciscanos, sencillos y felices.
Se le iluminó la mente y dijo: Prometo por la memoria de mi madre que me haré fraile de san Francisco. Se dirigió al convento de donde estaba de Superior su tío paterno fray Pablo de Loreto. El tío lo recibió con cariño, pero le dijo claramente: Esta vida no es para ti, sobrino. Como tenía una llaguita en el pie derecho, decidió regresar a Roma, al hospital de Santiago, para curarse y regresar de nuevo a su vida de aventuras. Trabajaba de auxiliar y por las noches se escapaba a la calle para jugar lo poco que ganaba. Todo lo perdió y al poco tiempo fue despedido. Escribieron en el registro: No apto para enfermero.
En 1569 se enroló al servicio de Venecia y luego de España. Recorrió mares y tierras entre batallas y aventuras.
En una ocasión, encontrándose en las galeras de Nápoles en medio de las peligrosísimas embocaduras de Capri, les sobrevino una borrasca tan impetuosa y alarmante que se resquebrajó el mástil de la galera en que viajaban y ésta estuvo a punto de volcar.
En 1574 se enroló en la compañía de un tal capitán Fabio con el fin de defender Túnez. Regresaron a Palermo y, al poco tiempo, supieron que tanto La Goleta como Túnez habían sido recuperadas por los turcos. Si hubiera estado allí, hubiera muerto sin remedio. El 28 de octubre de 1574 se salvó de una terrible tempestad en el mar y llegaron a Nápoles con las galeras destrozadas.
Un día, decepcionado de esa vida, renovó el voto de hacerse fraile. Había perdido hasta lo que no podía perder: la espada, el arcabuz, la pólvora y hasta la camisa. Su vida tocó fondo. Un amigo lo ayudó con la venta de su capa militar. Con su amigo Tiberio Senese se fue a Manfredonia.
3. AL SERVICIO DEL CONVENTO
En Manfredonia estaba tan pobre que sintió la tentación de robar, pero decidió mendigar en la puerta de una iglesia. Allí lo encontró Antonio Nicastri, maestro de obras del convento de los capuchinos, y le ofreció trabajo en la construcción del convento. Aceptó el trabajo de momento, pensando en regresar después a las armas.
El trabajo que debía realizar era arrear dos borricos durante todo el día, cargados con materiales de construcción. Varias veces estuvo a punto de escaparse de esa vida, porque la pasión del juego le tiraba con fuerza, pero era invierno y decidió quedarse. Los frailes le dieron ropa de invierno para abrigarse, participaba con ellos en la oración y a veces pensaba en su voto de hacerse fraile, poniendo en duda su decisión de regresar a su vocación de soldado aventurero.
El 1 de febrero de 1575 lo enviaron al convento de San Giovanni Rotondo para cambiar dos odres de vino por otros alimentos. Por la noche el guardián (Superior) padre Ángel, conversó largamente con él sobre el pecado y la misericordia de Dios. Aquella noche no pudo dormir. Al día siguiente asistió a la misa de la Candelaria y rápidamente regresó con su burrito a su convento de Manfredonia. Sentía una sensación de frustración y de vacío interior. Hizo un repaso de su vida errante y sintió el amor de Dios y un deseo de cambiar de vida. Y ahí mismo, en el camino, se puso de rodillas pidiendo perdón a Dios de sus pecados, decidido a un cambio radical de vida y hacerse capuchino. En Manfredonia pidió el hábito, le hicieron esperar cuatro meses y se lo concedieron.
Fue enviado a Trivento para tomar el hábito y comenzar el noviciado. Lo llamaban fray humilde por su obediencia y humildad. No quiso estudiar para sacerdote y se contentó con ser hermano lego o religioso laico, pero de nuevo se le abrió la llaga del empeine del pie derecho y por más remedios que se aplicaba, no mejoraba y tuvo que ser despedido de la Orden por falta de salud. El padre provincial al despedirlo y verlo tan triste y dolorido, le prometió que, una vez curado, lo recibiría de nuevo.
Se dirigió a Roma para curarse en el hospital y a la vez ganar el jubileo del Año Santo 1575. Y allí en el hospital, con un comportamiento ejemplar, se hizo querer y permaneció cuatro años. Tomó por director espiritual al futuro san Felipe Neri, fundador de la Congregación del Oratorio, y con él se confesaba todos los domingos y fiestas.
Su conversión tuvo lugar el 2 de febrero de 1575. Camilo tenía 25 años. Y desde ese momento, en que tuvo una iluminación del Señor o quizás una experiencia sobrenatural, su vida cambió radicalmente y nunca más cometió un pecado consciente y voluntariamente. Solía decir que antes se dejaría cortar en mil trocitos que cometer uno solo, consciente y voluntariamente. Aquel día fue luego celebrado por él siempre y con grandísima devoción guardó el recuerdo de ese don tan señalado y lo llamó el día de su conversión .
Después de estar ocho meses en el hospital, se sintió curado y decidió regresar con los capuchinos. El padre Felipe Neri se lo desaconsejó y le predijo que, si volvía a la Orden, le aparecería de nuevo la llaga, pero no le creyó y volvió a los capuchinos. En Roma mismo lo recibió el padre Juan María de Thusa, que lo había despedido la primera vez, y recibió el hábito en Penna, comenzando el noviciado en Tagliacozzo. Por su gran estatura todos lo llamaban fray Cristóbal. Pero nuevamente apareció la llaga y a los cuatro meses fue despedido por segunda vez de la Orden.
Otra vez volvió al hospital y, cuando se curó, pidió su ingreso en los frailes menores franciscanos, pero no lo recibieron por la llaga. El problema de la llaga lo llevó por espacio de 46 años. Era una llaga maligna y pútrida y, sin embargo, no tenía mal olor, a pesar de no aplicarle otra cosa que hilas, paños, vendas y ungüento. Esto sucedía en diciembre de 1581. Camilo comprendió que Dios no lo quería como capuchino ni franciscano y se dedicó de lleno a trabajar en el hospital de Santiago en el cargo de mayordomo, es decir, gerente, responsable de la dirección y administración ordinaria del hospital, ecónomo, jefe de personal e inspector de servicios. Introdujo la costumbre de lavar los pies a los enfermos antes de acostarse y quiso que en los hospitales hubiera grandes ventanales para que entrara el aire y el sol, lo que anteriormente no era común, o los locales no estaban apropiados para ello. Era tanto su amor a los enfermos que llamaba a su hospital Jardín hermoso y perfumado. Observó que los trabajadores a sueldo eran perezosos y buscaban ventajas personales. A veces se dedicaban a charlar y jugar en vez de atender bien a los enfermos. A veces amarraban a la cama a los enfermos más agitados y hasta llevaban a la morgue a moribundos aún con vida. De aseo e higiene no se preocupaban y la suciedad y malos olores provocaban ascos y la contaminación del ambiente con pulgas y chinches y hasta gusanos en los cuerpos de los enfermos.
Veía cómo los enfermos sufrían por el trato de los empleados mercenarios, sobre todo cuando durante la noche necesitaban algo con urgencia. Él reprendía con severidad a los malos empleados y, aunque fuera de noche, acudía compasivo en ayuda de los enfermos.
4. COMIENZO DE LA CONGREGACIÓN
Pensando en cómo se pudiera ayudar con verdadera caridad a los enfermos, se le ocurrió que la mejor manera era licenciar a los empleados a sueldo y formar una Compañía de hombres buenos y piadosos que, sin salario y voluntariamente, por amor a Dios y al prójimo, pudieran atender a los enfermos como madres con sus propios hijos enfermos. Incluso pensó que estos hombres podrían llevar como distintivo una cruz o algo parecido. Esto sucedía el año 1582 hacia la fiesta de la Asunción de la Virgen, que se celebra el 15 de agosto. Por supuesto que ni le pasó por la mente fundar una Congregación religiosa, sino un grupo de buenos seglares que atendieran bien a los enfermos en el propio hospital donde trabajaban, en el hospital de Santiago de Roma.
A partir de esos pensamientos comenzó a orar al Señor para que lo iluminara. También hacía penitencia y lloraba ante el Señor pidiendo ayuda y luz para hacer realidad sus pensamientos. El padre Cicateli nos dice: Recuerdo haberle oído muchas veces que la fundación de esta plantita (Congregación) le había costado muchas lágrimas y pasar noches enteras arrodillado en tierra... y que inmediatamente comenzó a buscar colaboradores .
El padre Camilo escribió: Hablando piadosamente y con verdad casi puede decirse que esta fundación se hizo milagrosamente, en especial al servirse de un gran pecador como yo, ignorante, lleno de innumerables defectos y faltas y digno de mil infiernos, pero Dios es el dueño y puede hacer lo que quiera y está infinitamente bien hecho, por lo que nadie debe haber que se admire de que por medio de un instrumento como este haya actuado Dios, pues es para mayor gloria suya, que de la nada crea cosas maravillosas .
Los primeros cinco que se comprometieron con él y fueron la base de la futura Congregación fueron: Bernardino Norcino (ropero), Curcio Lodi (despensero), Ludovico Aldobeli (farmacéutico), Benigno (simple empleado) y el padre Francisco Profeta, capellán del hospital.
Camilo los reunía cada día en una salita del mismo hospital, que convirtieron en capilla. Allí oraban y Camilo los iba mentalizando según sus ideas y de allí salían con fervorosa caridad a servir a los pobres enfermos.
Al poco tiempo de comenzar a reunirse, un empleado del hospital, envidioso de que Camilo no lo había llamado a él, los acusó de que tenían reuniones y querían adueñarse del hospital. Por eso los Superiores les prohibieron reunirse y les ordenaron que abandonaran el oratorio y quitasen el crucifijo que habían colocado. Si querían rezar, podían hacerlo en alguna de las muchas iglesias de Roma.
Camilo sintió mucho la prohibición y retiró el crucifijo de la capilla. Uno de los días estaba dándole vueltas al asunto para ver qué podía hacer y tuvo un sueño. Vio al crucifijo que habían sacado del oratorio, que movía su cabeza y le daba ánimos. Sintió que le decía: No temas, cobarde. Camina hacia adelante que yo te ayudaré, estaré contigo y sacaré gran fruto de esta prohibición .
Por la mañana se despertó contento y animó a sus compañeros. Comenzaron a reunirse de nuevo en la pequeña iglesia del hospital de Santiago, cuyas llaves tenía el padre Francisco Profeta como capellán. Allí oraban a escondidas mientras los demás descansaban o dormían. Pero así no podían seguir escondiéndose. Un día, un tal Marco Antonio Corteseli, a quien Camilo le contó sus penas, le sugirió que abrieran una casa en la ciudad para tener libertad y comenzar así la Obra. Siguieron trabajando en el hospital, pero Camilo comenzó a la vez a estudiar para ser sacerdote. Tenía ya 33 años y estudió con verdadera dedicación. Asistió durante cierto tiempo a los cursos inferiores del Colegio Romano, perteneciente a la Compañía de Jesús. Cuando terminó sus estudios, un hombre bueno, llamado Juan Antonio Calvi, le regaló 600 escudos para los primeros gastos de ordenación, etc.
5. SACERDOTE
Fue ordenado sacerdote el 26 de mayo de 1584, con 34 años, por Monseñor Godwel en la iglesia de San Juan de Letrán y celebró su primera misa el 10 de junio de 1584 en la pequeña iglesia del hospital de Santiago de los incurables. Pocos días después, los directores del hospital con alegría de que su mayordomo se había ordenado sacerdote, lo nombraron capellán de una pequeña iglesia de su propiedad, Nuestra Señora de los milagros, situada junto a la Puerta del Pueblo. Renunció al cargo de mayordomo del hospital el 1 de septiembre de 1584. Los otros cinco consiguieron también dejar sus cargos del hospital y así estar libres para dedicarse a la nueva Compañía fundada por Camilo.
El 8 de septiembre de 1584, Camilo dio el hábito a Bernardino y Curcio y los dos con Camilo comenzaron a ir cada día a cuidar enfermos al hospital del Espíritu Santo. Allí pronto se hicieron conocidos por su caridad y entrega. Daban de comer a los enfermos, les arreglaban las camas, los limpiaban, los exhortaban a tener paciencia y a recibir los sacramentos. Y todos quedaban satisfechos por su gran caridad.
La nueva vida la comenzaron solamente Camilo, Bernardino y Curcio, pero Monseñor Cusano, que después fue cardenal, lo acusó al padre Felipe Neri, director espiritual de Camilo, de que se habían llevado a los mejores del hospital de Santiago con detrimento para los servicios de los pobres enfermos. Y llamó a su nueva Compañía, Compañía de Burla. El santo padre Felipe Neri, creyendo que Camilo había hecho muy mal con fundar su nueva Compañía, rehusó a ser su confesor en adelante y lo mismo hizo con Bernardino y Curcio. Entonces Camilo consiguió que el padre Octaviano Capelli, jesuita, los confesara hasta que pudo tener sacerdotes en la nueva Congregación.
6. CONTRATIEMPOS
Por desgracia, al poco tiempo se enfermaron gravemente Camilo y Curcio, debido a la humedad de su casa, situada en la ribera del Tíber, a la mala alimentación, al poco descanso y a dormir sobre esteras. Curcio fue llevado al hospital de San Juan a curarse y Camilo fue aceptado en el hospital de Santiago y alojado en su antigua habitación de mayordomo. Bernardino se turnaba cuidándolos. Por fin se curaron y volvieron a su iglesia de Nuestra Señora de los milagros, viviendo allí contentos, aunque muy pobremente.
Sin embargo, Camilo decidió cambiar de casa y dejar la iglesia de los milagros, porque la humedad les hacía mucho daño. Vio una casa para alquilarla, pero costaba 50 escudos al año. Un amigo suyo, Pompeyo Baratelo, le prometió pagar el alquiler y con esta ayuda pudieron trasladarse en enero de 1585 los tres compañeros.
Pronto se les unieron muchos otros en la nueva casa, incluso extranjeros. Uno de los primeros fue Blas Oppertis. El amigo Pompeyo les pagaba los gastos, incluso de alimentación, pero tuvo que marchar fuera de Roma y se quedaron sin ayuda. Entonces Dios suscitó la ayuda de un tal Mauricio, quien les regaló cuatro piezas de tierra que, vendiéndolas, les dio 600 escudos. A su muerte los dejó herederos de todo lo que tenía. Con estas ayudas Camilo pudo mantener a la nueva Compañía con los nuevos que ingresaban hasta que fue confirmada por la Santa Sede y les fue concedida la facultad de pedir limosna en Roma.
7. MINISTROS DE LOS ENFERMOS
Camilo, al principio, había pensado en una Compañía solo para laicos, pero según se desarrollaron las cosas vio que Dios también quería clérigos y sacerdotes. Su plan era una Compañía sin votos, pero cuando fue reconocida como Orden, tuvo que aceptar también hacer votos solemnes. Tampoco en un comienzo pensó en ayudar a los apestados o encarcelados, sino solamente a los enfermos de los hospitales, pero con el tiempo vio la necesidad y aceptó estos servicios, al igual que atender a los enfermos en sus propias casas. En los hospitales se preocupaban de modo especial de los agonizantes. La atención de sus cuerpos era un medio para llegar a la salvación de sus almas.
Un día reunió a los primeros compañeros, que eran ya unos doce, y decidieron llamarse Siervos de los enfermos, pero como había una Congregación de siervos, cambiaron el nombre por el de Ministros de los enfermos y así se llamó desde entonces, porque antes se les llamaba Compañía del padre Camilo.
8. APROBACIÓN OFICIAL
Para poder organizar mejor la Congregación, Camilo escribió dos Reglas: una para las casas y otras para el trabajo en los hospitales. Un día Camilo vio al cardenal Mondoví, un anciano alegre y simpático, y le habló para que intercediera ante el Papa por su Congregación. El Papa Sixto reconoció y legalizó el carisma vivido en la Compañía de los siervos de los enfermos con el Breve Ex omnibus del 18 de marzo de 1586, que la erigió en Congregación de los ministros de los enfermos. Se dice expresamente en el Breve que el fin principal es servir a los enfermos con ardor especial de caridad.
Una vez aprobada la Congregación, los reunió a todos para elegir un Superior y todos por unanimidad lo eligieron a él como prefecto general de la Congregación. Era el 20 de abril de 1586.
Como tenían permiso para pedir limosna por Roma, él fue el primero que tomó la alforja y junto con otro sacerdote, llamado Rugiero Inglese, salió a pedir. Ese día solo obtuvieron un pan entero y algunos pedazos. Algunos se burlaban de ellos y, en vez de llamarlos ministros de los enfermos, les decían ministros de los infiernos.
Sin embargo el Papa Sixto V oyó hablar bien de Camilo y los suyos y quiso conocerlo. Camilo aprovechó la ocasión para pedirle al Papa que pudieran llevar al pecho una cruz. El Papa, con otro Breve apostólico del 26 de junio de 1586, les concedió esta gracia. Camilo les dijo a sus religiosos: La cruz en el pecho debe ser para vosotros una advertencia continua para la mortificación y la paciencia de Cristo en todos los lugares, aceptando todos los disgustos y trabajos por amor al prójimo .
A los tres días, el 29 de junio, Camilo les impuso a los suyos la cruz en la iglesia de San Pedro. La gente de Roma se extrañaba de verlos con la cruz y preguntaba quiénes eran ellos. Al principio algunos se burlaban, pero poco a poco muchos les tomaron tanta reverencia que se acercaban a ellos para abrazar y tocar la cruz. Había quienes los llamaban hermanos o padres de la Cruz. Otros, por su solicitud de visitar y atender a los agonizantes, les llamaban padres de la buena muerte.
Como la casa donde vivían en las Tiendas Oscuras no tenía las condiciones apropiadas, Camilo buscó otra mejor. La encontró en la iglesia de la Magdalena. Esta sería en adelante la Casa Madre de la Congregación.
El 9 de mayo de 1588 Camilo reunió a los hermanos y les pidió que escogieran a los religiosos más representativos para que fueran los consultores del Superior general. Salieron elegidos el padre Francisco Profeta, el padre Pablo Cornetta, padre Blas de Oppertis, Juan de Adamo, Francisco Lapis, Damián Perugino, Horacio Porgiano, Angel Krusa y Curcio Lodi. Así se constituyó el Consejo secreto, que más tarde se llamaría la Consulta, del gobierno de la Orden, cuando la Congregación fue elevada a la categoría de Orden.
Gregorio XIV con la bula Illius qui pro gregis, del 21 de septiembre de 1591 confirmó la Congregación después de cinco años de practicar el carisma, y la elevó a Orden religiosa con el nombre de Clérigos regulares ministros de los enfermos. La bula dice expresamente: Lo que constituye el fin principal de este Instituto es el servicio perenne de los enfermos.
El año 1591 ya eran 36 religiosos en la Casa de Roma y el 7 de diciembre de ese año Camilo fue elegido general de la Orden. Al día siguiente, Camilo nombró a los 26 religiosos que iban a hacer la profesión solemne el día de la Virgen Inmaculada. Ese día, 8 de diciembre, acudió mucha gente a la iglesia de la Magdalena de Roma, ya que el Papa Inocencio IX había concedido indulgencia plenaria, a quienes estuvieren presentes a las profesiones.
Camilo, agradecido al cardenal Mondoví por tantos beneficios recibidos por su medio, pidió al Papa Clemente VIII que fuera su cardenal protector, lo que le fue concedido por el Breve apostólico del 22 de febrero de 1592. Por ese tiempo la Casa de Roma tenía deudas por 9.000 escudos. El Papa se comprometió a pagar 370 escudos anuales para pagar los alquileres de la Casa y otras cosas. Pero Dios velaba por Camilo y su Orden. Al mes, el 17 de diciembre de 1592, murió el cardenal Mondoví y dejó a la Orden heredera de unos 20.000 escudos.
9. PESTE Y HAMBRE
Por el año 1590 sucedió que en Roma, en el monte Quirinal, se extendió una epidemia tan dañina que llevaba a la muerte a la mayoría de los contagiados. Murieron muchas familias enteras de tejedores de terciopelo, que Sixto V había traído a Roma para introducir en esta ciudad el arte de la seda. Habitaban en las viviendas próximas a la iglesia de Santa María de los ángeles, en las antiguas Termas. Camilo, con la ayuda de algunos cardenales, compró un asno y, haciendo preparar en casa todo lo necesario, comenzó a mandar cada día dos cargamentos de provisiones a los enfermos. Él mismo en persona, con otros cuatro compañeros, distribuía casa por casa pan, vino, carne, gallinas, huevos y otras cosas necesarias, repartiendo a la vez los remedios prescritos por los médicos. También arreglaban las casas y cuidaban de los niños. En fin, Camilo y los suyos parecían ángeles enviados por Dios.
El cardenal Sfrondato recibió tan buena impresión de ellos que, cuando fue elegido Papa con el nombre de Gregorio XIV, erigió la Congregación en Orden religiosa, les donó 700 escudos y, mientras él vivió, les asignó 50 escudos mensuales.
En ese tiempo de Gregorio XIV hubo una gran carestía de alimentos y una gran mortandad en Roma. Muchos murieron por el hambre y por el frío. Se calcula que fueron unas 60.000 personas en Roma y alrededores.
En esos momentos, Camilo ordenó que se preparase en su casa, cada día, un gran caldero de cocido de grano, de arroz, de habas o de otras legumbres. Después reunía a los que iban a comer, les hacía rezar en voz alta un padrenuestro y un avemaría, y les repartía la comida a los asistentes. Después de comer, alguno de los religiosos les hacía una reflexión espiritual y, a los que lo necesitaban, los afeitaban, los lavaban, los cambiaban de ropa y les daban alguna ayuda para sus necesidades.
Para que los pobres soportaran mejor del frío, gastó 300 escudos para comprar tela, calzado y gorros y consiguió sastres para que hicieran jubones, camisas, pantalones, casacas y medias; y todo lo repartió a los más pobres, Un día Camilo oyó que muchos morían en las grutas y establos de Roma y rápidamente mandó construir dos literas cubiertas, pagando a cuatro porteadores, y comenzó a ir cada día a las grutas con ocho de sus religiosos para atenderlos, llevándoles pan, vino y toda clase de alimentos y vestidos. A los enfermos los llevaban a los grandes hospitales, pero a veces no los recibían por estar llenos y entonces los llevaba a la propia Casa de la Congregación.
En una ocasión Camilo encontró por la calle a un grupo de pobres maniatados de dos en dos, que iban a ser echados fuera de Roma por orden del gobernador. Esto lo hacían con el fin de que en la ciudad no se declarase la peste. Camilo pensó que iban a morir de hambre y de frío y suplicó al jefe encargado de embarcarlos que no cumpliese la orden, prometiendo que él se haría cargo de ellos, pero no le hicieron caso.
Camilo comenzó a seguirlos como un padre tras sus hijos, condenados a morir. Cuando llegaron a Ripera, les hicieron embarcar, dando a cada uno un pan y un poco de dinero. Al ver esto, redobló sus súplicas, se puso de rodillas ante el jefe y le rogaba que no los expulsase o, al menos, que le dejase a los más enfermos y débiles. Aquel hombre, por fin, le dejó a dos de aquellos pobres, a quienes Camilo escogió como los más enfermos, y los llevó a su casa. Allí los curó y cuidó hasta que estuvieron sanos y restablecidos.
En otra ocasión Camilo se acordó que en su casa había un saco de harina que se guardaba para las necesidades más urgentes. Sin decir nada a nadie, tomó dos porteadores y se llevó el saco. Algunos religiosos se molestaron mucho, porque ya no quedaba harina para los de casa, pero Camilo los reprendió, llamándolos hombres de poca fe por no fiarse de Dios. Y, ciertamente, un panadero generoso, durante la carestía, les llevó a casa una cesta de pan blanco y fresco a crédito, esperando ser pagado cuando terminase la escasez.
10. HECHOS DE VIDA
Un día llegaron a Nápoles varias galeras de España repletas de soldados de infantería, contagiados con un tifus pestífero, que mataba a muchos de los apestados. Alertada la ciudad, se les prohibió la entrada y se les ordenó hacer cuarentena en Puzzolo. Entonces el virrey, pidió al padre Blas que socorriera a los soldados, enviando algunos religiosos ministros de los enfermos. Fueron cinco de ellos, conscientes de que se exponían a la muerte.
Los aseaban, les cortaban el pelo y las uñas, les quitaban sus harapos malolientes y los lavaban de pies a cabeza, preparando a los moribundos para la muerte. Los soldados estaban tan debilitados y hambrientos que muchos morían con el bocado en la boca. No los aliviaba ninguna clase de medicina… A uno se le rompía el corazón de dolor, debido a la gran mortandad de pobres soldados tirados por el suelo, mezclados hombres y mujeres. En fin, muerta casi toda aquella gente, comenzaron a enfermar también los nuestros. Los llevaron a Nápoles y dos fueron dignos de irse a mejor vida .
Otra gran mortandad sucedió la ciudad de Nola, debido a las aguas, de las que vino una gran infección hasta el punto de que casi no quedaba gente con vida. Cuando llegaron los religiosos enviados por Camilo, se encontraron con un panorama desolador. La mayoría de las puertas y ventanas estaban cerradas, las calles solitarias, las iglesias vacías y los pocos habitantes tan escuálidos que parecían más muertos que vivos. Los camilos confesaban, daban el viático, administraban la unción de los enfermos y transportaban en sus propias espaldas a los muertos para sepultarlos...
Bautizaron muchos niños y unieron a algunos que vivían en concubinato. Encontraron a muchos muertos, no sólo de cuatro días, sino hasta de ocho, tendidos en sus propios lechos, en los que también yacían otros enfermos, muy próximos a la muerte por el intolerable hedor de aquellos cadáveres... Los religiosos, además de sepultar a los muertos, buscaban a los enfermos casa por casa y les llevaban algo de comer para reconfortarlos... En esta peste murieron cinco de los religiosos... Murieron con gran alegría, teniéndose por dichosos al haber expuesto la vida por amor de Dios y por la salud del prójimo .
En 1590, en Roma, durante el verano, las fiebres malarias se llevaron a muchos a la tumba. Los hermanos de San Juan de Dios, los oratorianos y la Compañía de Jesús no se quedaron atrás. El mismo Papa Sixto V murió contagiado. Camilo adquirió dos cabras que llevaba siempre consigo, para amamantar a los niños que habían perdido a su madre y estaban llorando en sus lechos de muerte. Después de las fiebres, vino la escasez. Camilo organizó raciones de comida para un ejército de pobres.
En 1591, en Roma, vino la peste bubónica. En el reducido asilo del puente Sixto, dos mil acogidos amenazaban con extender la epidemia. Los parásitos abundaban por todas partes. El Papa autorizó a Camilo a organizar las cosas y solucionar los problemas. Cinco religiosos murieron también esta vez. En 1598 se desbordó el Tíber y Camilo y los suyos consiguieron evacuar y salvar a 300 enfermos de la capilla del hospital Santo Espíritu.
Un día, el Papa Clemente VIII pidió a Camilo 8 religiosos para ir a cuidar a los soldados enfermos del ejército de los Estados Pontificios que iban a Hungría. Partieron los religiosos y se ganaron la admiración de todos por sus buenos servicios, atendiendo a los soldados enfermos, heridos o agonizantes. Prestaron servicios en los hospitales de Viena, Camare, Ala, Possonia y en algunos campamentos del ejército. Solo murió un religioso: Aníbal Montagiolo. Eran verdaderos héroes de la caridad.
11. PROBLEMAS EN LA ORDEN
Camilo fue a visitar la Casa de Milán. Los religiosos iban y venían todos los días al hospital, como se había hecho siempre desde el principio de la Congregación, pero los directores del hospital le pidieron que concediese a seis religiosos par a que permanecieran continuamente en el hospital para el ministerio exclusivo de las almas. Al principio no aceptó, pero después le vino a la mente sus primeros pensamientos, cuando quiso fundar la Congregación en el hospital de Santiago para librar a los enfermos de los empleados mercenarios.
Y por fin aceptó la oferta y, no solo envió seis, sino tantos cuantos mercenarios había en el hospital. Los directores despidieron a los mercenarios y 13 religiosos se hicieron cargo de todos los servicios corporales de los enfermos. Era el 7 de febrero de 1595. Esto ocasionó un desasosiego en toda la Orden, pues los religiosos tenían que hacer todas las tareas físicas de los empleados, debían comer en el comedor con los seglares y físicamente no alcanzaban a todo. Era un trabajo agotador. Además Camilo quería hacer esto en todas las Casas. Muchos de los religiosos se rebelaron, porque eso no estaba mandado en la bula de fundación, en la cual se hablaba de todas las maneras de servir menos de las tareas físicas pesadas.
Estaba claro que entre los servicios que debían prestar en los hospitales, uno era el servicio espiritual de las almas y la administración de los sacramentos. En cuanto a cuidar y atender a los enfermos: alimentarlos, limpiarlos, hacerles las camas, curarles las heridas y hacerles cualquier caridad que necesitaran, tampoco había discusión. El asunto se centraba en los otros servicios físicos como barrer el hospital, poner y quitar las mesas, sillas, colchones, sacos y fardos, traer leña y carbón, calderas y otras vasijas, repartir el pan y el vino, hacer guardias de día y de noche y otras mil cosas materiales. Y estos trabajos físicos agotadores no podían aceptarlos, por no tener tiempo y porque no alcanzarían sus fuerzas para todo; debían hacerlo los mercenarios.
Para tratar de solucionar el asunto se reunió el Capítulo general. Comenzó el 14 de abril de 1596 y terminó el 14 de mayo de 1596, con la elección de cuatro consultores para que Camilo como Superior general, tuviera que consultarlos para tomar cualquier decisión. Esto no le gustó a Camilo, pero tuvo que aceptarlo por el momento.
El segundo Capítulo general comenzó en Roma el 12 de mayo de 1599. Eran 25 capitulares y como presidente fue nombrado Monseñor Tarugi. Camilo estaba siempre con su idea de tomar el servicio completo de los hospitales, a pesar de que muchos religiosos no estaban de acuerdo. Se llegó a la conclusión de nombrar una comisión de cuatro teólogos para que se decidiera sobre el asunto. Dos teólogos fueron elegidos por Camilo y los otros dos por el Capítulo y, como quinto componente, fue nombrado por todos el padre Tarugi. Mientras los teólogos estudiaban el asunto llegó la noticia de que en el ducado de Saboya se había declarado la peste con muchas muertes entre la población, Su Alteza, el duque, encargó a su embajador en Roma que pidiera al Papa que enviara al mayor número posible de los religiosos de Camilo. Camilo fue el primero en ofrecerse y otros muchos también lo hicieron, lo que impresionó muy positivamente al Papa. Fueron escogidos 15, pero la peste se iba extinguiendo y el ducado había entrado en guerra con el rey de Francia. Por ello el duque pidió interrumpir la expedición.
Terminó el Capítulo el 9 de agosto de 1599. Camilo no consiguió que se aprobaran sus ideas y, como había suspendido el estudio de los religiosos, se mandó que se continuaran y que se siguiese confesando en sus iglesias.
Lo bueno era que, a pesar de las diferencias, la Orden era muy apreciada y de diversas ciudades de Italia y España pedían que abrieran nuevas Casas. Así se fundaron las Casas de Florencia, Ferrara, Mesina y Palermo. Por fin, el año 1600 se llegó a la paz total en la Orden. Se concedió que Camilo pudiera abrir nuevos servicios en los hospitales, pero que los trabajos pesados fueran para los seglares y los religiosos se hicieran cargo del aspecto espiritual y de la atención personal a los enfermos. Camilo y los consultores aceptaron por fin esta fórmula y para confirmarla recorrieron las Casas de la Orden para que todos conocieran la decisión definitiva y presentarla al Papa en vistas a su aprobación apostólica.
En la bula de aprobación, el Papa Clemente VIII concede a Camilo el servicio en los hospitales para sus religiosos, pero quedan excluidos los trabajos pesados, en torno a los cuales había existido siempre el problema de las desavenencias. A los sacerdotes se les concedía estudiar y confesar en las iglesias. También se suprimía la cláusula, aprobada por el Papa Gregorio XIV, en la que se decía que debían ser más los religiosos laicos que los ordenados. Se abolía la perpetuidad en los cargos, reduciéndolos a la duración de seis años, exceptuando a Camilo por ser el fundador.
12. SALVADO DE LOS PELIGROS
El 14 de septiembre de 1602 Camilo partió de Nápoles a Génova, embarcándose en una galera. Vino una terrible y espantosa tempestad y todos, marineros y pasajeros, creían estar ya en el fin de sus vidas. El marqués y la marquesa imperiales, que viajaban en la misma galera, pidieron a Camilo que rezara a Dios para que los salvase del peligro. Camilo, forzado por tantas súplicas, bajó al camarote del capitán y rezó cinco padrenuestros y cinco avemarías a las llagas de Jesús y, al instante, se calmó la tempestad como si Camilo hubiera tenido poder sobre el viento y las aguas .
El 26 de agosto de 1603 viajó Camilo de Sicilia a Nápoles en las galeras de Génova. Sobrevino una tempestad tan grande y terrible como nunca antes la había sufrido en su vida. Era una noche oscura con mucha lluvia, relámpagos y granizo. Parecía que se iba a hundir el mundo. Mucha gente murió pues el viento arrastró de la superficie de las galeras cantidad de personas y las sumergió en el mar... En aquella noche infeliz en medio de los golpes de mar, mientras todos gritaban con voz fuerte y se golpeaban el pecho confesándose unos a otros, Camilo se encomendaba fervorosamente a la divina piedad. En esto, dos nobles señores le dijeron: "Padre, rece por nosotros que ya estamos todos muertos". Él les dijo: "Como signo de penitencia y para aplacar la ira de Dios, cortaos ahora mismo esos tupés de cabello y haced oración. No dudéis porque tengo esperanza de que el Señor no nos dejará perecer en esta ocasión". Hicieron lo que les ordenó y, al instante, en su presencia se pusieron también ellos a orar. Poco tiempo después, mientras estaban en aquella angustia, llegó el día y apareció asimismo el sol de la misericordia, que los libró de aquella borrasca. Por la mañana llegaron a Nápoles con un tiempo tan malo que la gente, maravillada, se asomaba a las ventanas y galerías para rogar por ellos .
13. RENUNCIA AL CARGO DE GENERAL
El 2 de octubre de 1607 se reunió la Dieta de toda la Orden en Roma. Camilo, con 58 años, pidió que lo exoneraran de su cargo de general y, al fin, lo consiguió. Desde ese momento, se comportó como el último de los súbditos. En el comedor fue a sentarse en la mesa de los sacerdotes y, al día siguiente, escribió cartas a toda la Orden para comunicarles su renuncia. Fue elegido como Vicario general de la Orden el padre Blas de Oppertis y su nombramiento fue confirmado por el mismo Papa. Pero tanto el Vicario general como los consultores decidieron que Camilo ocupara siempre el segundo puesto después del Vicario general o de cualquier general que le sucediese. Y le dieron poder de no estar bajo la obediencia de ningún Superior y que pudiese estar en la Casa que él escogiese, con un compañero escogido por él.
Al renunciar Camilo, la Orden tenía Casas en 15 lugares de Italia. Había en la Orden 242 profesos, de los cuales 88 eran sacerdotes, además de 80 novicios. En ese momento tenían a su cargo 8 hospitales: Hospital grande de Milán, hospital grande de Génova, Santa Ana de Ferrara, hospital de Viterbo, Los incurables y Santiago de los españoles de Nápoles, el de Mantua y el de Quieti.
Para Camilo, después de su renuncia, su mayor felicidad era atender y cuidar a los enfermos de los hospitales. Les cortaba el pelo, los peinaba, les cortaba las uñas, les limpiaba la boca, les vendaba las llagas, les calentaba los pies, les secaba las camisas húmedas… Cuando estaba en el hospital, siempre llevaba dos orinales atados a la cintura con el fin de evitar a los enfermos levantarse de la cama para no caerse ni enfriarse.
También acostumbraba a llevarles frutas y no ahorraba esfuerzos para pedir a los ricos ayuda para darles a sus enfermos. Por las noches hacía guardias y recorría las camas tapando a los enfermos y atendiendo sus necesidades. Él decía que los hospitales eran minas de oro y de piedras preciosas para él y para los suyos, pues se podían hacer ricos espirituales.
Y estos trabajos, no sólo los hacía en los hospitales, sino también por las casas, cuando había agonizantes. A veces daba pena verlo subir las escaleras con su pierna tan llagada que apenas la podía arrastrar. Una noche, volviendo de casa de un moribundo con el padre Escipión Carrozza, no teniendo luz, se dio con la pierna llagada en un madero atravesado en la calzada por obras del pavimento y se hizo tanto daño que cayó en tierra como muerto. Apenas se pudo levantar con la ayuda del compañero y, alabando y bendiciendo al Señor, llegó a casa con el zapato lleno de sangre .
En sus viajes por tierra solía dar limosna a los mendigos que encontraba por el camino. A veces, si estaban muy débiles o enfermos, les cedía su cabalgadura, sobre todo si eran sacerdotes. En los viajes por mar, preguntaba si había enfermos para atenderlos y, más de una vez, distribuyó entre ellos las provisiones que llevaba para el viaje. Tenía compasión de los galeotes, condenados al remo, y les daba limosnas o les daba ropa y otras cosas útiles. También mandaba alimentos y ropa a los presos de la cárcel; y, sobre todo, cuando conocía que había alguna viuda en necesidad.
En las Casas de la Orden era el primero en lavar los platos, servir en el comedor y cuidar a los enfermos. Y si había trabajadores en Casa, él mismo trataba de ayudarlos, transportando piedras o ladrillos con la carretilla o haciendo cualquier obra útil.
14. SALVACIÓN DE LAS ALMAS
En Génova nuestros religiosos fueron llamados para ayudar a una pobre mujer moribunda, a la cual encontraron tan en las últimas y tan fatigada por el catarro, que apenas podía pronunciar palabra. Le preguntaron, como siempre solían hacer los nuestros, si por ventura le quedaba algún escrúpulo en la conciencia, con el fin de que pudiese descansar antes de perder totalmente el sentido. Ella volvió piadosamente la vista hacia el padre y le dijo: "Padre querido, Dios le ha mandado aquí para mi salvación". Cuando todos los presentes se alejaron de la cama, ella añadió llorando: "Padre, hace ya treinta años que no creo en la santísima hostia del altar; y siempre me he avergonzado de confesarlo". Entonces, apenado el religioso porque casi no había tiempo, le hizo un breve repaso de los pecados más graves. Después de darle la absolución, le sobrevino a la moribunda un dolor y llanto tan grandes que apenas pudo acabar la penitencia, que consistía en repetir cinco veces el nombre de Jesús; y ante el asombro del padre, pasó a la otra vida. El religioso se quedó totalmente maravillado al pensar en el peligro en que se había encontrado aquella alma que, sin duda, se hubiese perdido para toda la eternidad si sus parientes hubiesen tardado un poco más en llamarlo.
En Bolonia, mientras asistían a una mujer ya mayor, ésta lloraba tanto que hizo sospechar al padre de que tuviese algún pecado no confesado que no dejaba tranquila su conciencia; y le preguntó sobre ello. Viéndose medio descubierta, dijo: "Padre, es verdad: hace ya treinta dos años que una hija mía, habiendo dado un mal paso, quedó embarazada: y al dar a luz, yo, por no descubrir su falta, arrojé al niño al pozo sin bautizarlo. Desde entonces siempre me he confesado y comulgado muchas veces al año, pero nunca me he acusado de este pecado". ¡Considere cada uno cómo debió quedar aquel pobre religioso! El padre le hizo una breve confesión que apenas pudo acabar pues inmediatamente pasó totalmente arrepentida al Señor.
Otra mujer que agonizaba en Roma, por haber comido setas venenosas, mientras uno de los nuestros le estaba ayudando a bien morir, le dijo: "Padre, hace veinte años que soy la concubina de este hombre que está presente. No me lo he confesado nunca, aunque cada domingo haya frecuentado la confesión y la comunión; y así todos los feligreses y el vecindario han pensado siempre que era mi marido". Medio estupefacto, el padre apenas tuvo tiempo de proponerle algunos actos de dolor y contrición, pues después de recibir la absolución, cerrando los ojos, murió arrepentida.
En Roma, un estudiante que había estado al menos quince años sin confesarse, cuando llegó el momento de la agonía, quería morir desesperado. Llamaron a los nuestros, que al ver su mala disposición, comenzaron a persuadirlo: al poco de haberse confesado, murió dando muestras de un gran arrepentimiento, pues habiéndole impuesto el padre una penitencia pequeña, que hubiese podido cumplir rápidamente, no la quiso aceptar diciendo que quería una mayor. Y aunque sabía que no la podía cumplir en este mundo, decía que quería hacerla al menos en el otro: Rogaba fervientemente al padre que se la escribiese en un papel y que se la atase al cuello para comparecer así ante el tribunal de Dios, en señal de estar arrepentido. Ante sus súplicas el padre se vio obligado a contentarlo, poniéndole dicho papel atado al cuello. De este modo murió felizmente .
15. SANANDO ENFERMOS
En Roma, en 1589, el novicio Alejandro Gallo estaba enfermo desahuciado por los médicos. Parecía estar tan cercano a su muerte que algunos hermanos, de camino hacia el hospital, rezaron el rosario por él, pensando que a la vuelta lo encontrarían muerto. Camilo fue a visitarlo y mandó a todos fuera de la enfermería. Le preguntó si quería curarse y perseverar en la Congregación; él respondió que sí. Entonces le puso la mano en la frente, por encima de los ojos, para que no viera lo que hacía (pero el enfermo lo observó todo por entre los dedos), levantó los ojos al cielo y rogó al Señor por su salud; después, le dijo que permaneciese alegre y confiado en Dios, porque no moriría de aquella enfermedad. Al día siguiente, por gracia del Señor, los médicos lo encontraron sin fiebre y libre de toda dolencia; sólo quedaba en él la relativa debilidad. Los doctores estaban totalmente asombrados. Desde aquel día, Alejandro Gallo afirmaba y manifestaba siempre que fue obra del cielo, obtenida por la oración del P. Camilo.
Nápoles, mes de abril de 1594. El novicio Santiago Antonio Murtula estaba con fiebre maligna, al quinto día le sobrevino una erisipela en el hombro izquierdo, que en poco tiempo le inflamó el brazo y la mano y avanzaba hacia el corazón, con gran peligro para su vida. Una noche, mientras Camilo le hacía la guardia, el enfermo le dijo que la hinchazón le llegaba casi hasta el pecho izquierdo y que sentía que le sofocaba el corazón. Entonces, Camilo le descubrió el pecho y le hizo el santo signo de la cruz sobre el corazón, diciéndole que no temiese porque aquel mal no pasaría adelante; después lo cubrió y se marchó. Ciertamente fue sorprendente, pues llegado el día, el enfermo comprobó que la hinchazón no había pasado adelante. Había llegado justo a aquella parte que Camilo tocó (como si sus dedos hubiesen tenido la virtud de marcar los confines del mal); allí se había hinchado más de lo normal, como si intentase pasar a la fuerza; pero al no permitirlo la divina bondad, por el contrario, de la mano de su santo siervo, volvió hacia atrás, desahogando su rabia contra el hombro y la cabeza, que se hinchó como un balón de viento. A los pocos días se curó y siempre contó a todos que él había recobrado la salud milagrosamente por los méritos y la mano del P. Camilo.
Roma, año 1596. Unos días después de acabado el Capítulo general, estaba enfermo de muerte Francisco Antonio Balsamo, novicio, desahuciado por los médicos, que eran los señores Zecca, Barga y Baltasar Vergaro, este último médico ordinario de Casa. Por la mañana, habían tenido consulta y concluyeron que no quedaba otra esperanza de vida excepto confiar en su juventud. Mandaron que se le diese el santo Viático y, esa misma mañana, después de que partieron los doctores, le fue administrado. Al enterarse Camilo fue a visitarlo y le preguntó cómo se encontraba; le contestó que mal. Camilo le dijo: "No tengas miedo, porque aunque los médicos esta mañana lo han dicho así, tú no morirás de esta enfermedad". Después, al verlo sin gorro de dormir, le preguntó: "¿No tienes gorro". Respondió que lo había perdido por la cama; lo buscaron y, al no encontrarlo, le dijo al enfermero que le proporcionase otro. Pero Dios permitió que tampoco encontrasen la llave del arcón donde estaba la ropa limpia; entonces, Camilo fue a su habitación, tomó su propio gorro de noche, volvió y se lo puso al enfermo en la cabeza. Después oró junto al enfermo, le hizo el signo de la cruz sobre la cabeza y se marchó. Inmediatamente sucedió algo asombroso. En cuanto salió de la enfermería, asaltó al enfermo un extraño ataque de frío, con tanto temblor y sudor que mojó dos colchones y un jergón, y caló hasta la tierra, también se puso todo amarillo como si hubiese estado teñido de azafrán. Al cabo de dos horas, le pasó el frío y el color amarillo, le pasó también el mal y se encontró totalmente sano. Esto produjo un gran asombro, no sólo en el médico de cabecera que volvió a la tarde, sino también en todos los nuestros, que ya se estaban preparando para rezarle el Oficio de difuntos. El enfermero ya había preparado incluso las vestiduras para la sepultura. Desde aquel día, el enfermo siempre contó de su propia boca que, en cuanto tuvo el gorro de Camilo en la cabeza, inmediatamente sintió una conmoción interior, le sobrevino el mencionado ataque y curó de todo mal. Lo propalaba como un milagro extraordinario.
Mes de marzo de 1596, Nápoles. El novicio Lucas Moneta estaba enfermo de fiebre desde hacía algunos días. Le atacó también una fuerte erisipela, que le hinchó tanto la cabeza y la garganta que no podía ni siquiera tragar agua; el médico de Casa, señor Juan Andrés Meluso, lo consideraba ya perdido. Ocurrió que un día, miércoles a las 21 horas, llegó Camilo desde Roma a dicha Casa y, tal como era costumbre, sin quitarse las botas ni las espuelas, se fue inmediatamente a visitar la enfermería y a abrazar a todos los enfermos. Cuando llegó a la cama de Lucas se asombró de aquella gran hinchazón y, como el enfermo se quejaba mucho, le preguntó en qué parte le dolía más. Él respondió que sentía gran dolor en la parte izquierda del cuello. Entonces, tocándolo con las dos manos, lo signó con la santa cruz, diciéndole con rostro alegre que no temiese porque curaría. Súbitamente le pasó el dolor, se desinfló aquella parte y, por la tarde, comió incluso pan, cuando anteriormente ni siquiera podía tragar el agua. Por la mañana vino el médico y, encontrándole el cuello deshinchado y conocida la causa, le dijo: "Dios te perdone hermano mío por no haberte hecho tocar también el otro lado, ya que estarías curado del todo". En fin, después de tres o cuatro días, el enfermo se encontró sano y sin ningún mal.
Hospital de Santa María de Florencia, año 1601. Hacía la guardia aquella noche Esteban Testetta, profeso, quien se encontró con un enfermo (que decía ser alguacil) aquejado de un mal de difteria tan grande, que le hizo administrar los santos óleos; pues no pudo confesarse por haber perdido el habla. Avisado Camilo, fue y, despidiendo a Esteban que ya le estaba recomendando el alma, se quedó él prestando dicho servicio. Preocupado porque aquel hombre moría sin confesión, rogó fervorosamente al Señor que le devolviese la salud para la salvación de su alma y para que al menos pudiese confesarse. Hecho esto, le trazó la señal de la cruz en la frente y en la garganta y se marchó a hacer no sé qué otra caridad en el hospital. Después de marcharse (por milagro del Señor), el enfermo incluso se levantó de la cama sano y sin ningún mal y, caminando por todo el hospital, iba buscando a aquel padre alto que le había restituido la salud. Mientras lo iba buscando, sucedió que Esteban pasó junto a su cama y, al no ver ni a Camilo ni al enfermo, se extrañó y les preguntó a los enfermos vecinos qué había ocurrido con el moribundo. Le respondieron que se había levantado de la cama y que se había ido a agradecerle al P. Camilo su curación. Inmediatamente se fue a buscarlo y se lo encontró de regreso, diciendo que había ido a darle las gracias a aquel padre alto que le había restituido la salud de repente. Todo el hospital se quedó admirado. Todos supieron el hecho. Tanto es así que rápidamente me escribieron a Génova para comunicármelo.
En el mismo hospital, a otro moribundo de mal de difteria ya le habían administrado los santos óleos y le estaban recomendando el alma: el P. Picuro sostenía las acostumbradas cruz y vela a la cabecera del moribundo. Llamaron al P. Camilo, quien, ayudándolo a bien morir, le tocó la garganta para hacerle el signo de la cruz. No transcurrió ni media hora cuando, vuelto en sí, el enfermo curó y se levantó de la cama y caminó por el hospital. Fue testigo de este hecho Aníbal Roncalo, profeso.
En el mismo hospital, Antonio de Silvestro Riccianti, afilador de cuchillos, confeso por su propia boca y con juramento, a uno de nuestros sacerdotes que, estando enfermo de fiebre en dicho hospital, hacía quince días que orinaba negro como el cabello y habían perdido todas las esperanzas de curarlo. Entonces un enfermo, vecino suyo, le dijo que fuese donde el P. Camilo, que había curado a otros. Otro compañero le contó que incluso había curado a uno de una herida de hacha. Pero como no conocía al P. Camilo, se lo hizo indicar y fue tras él hasta el medio del hospital; allí, arrodillándose a sus pies, le dijo: "¿Padre, yo tengo fiebre, cúreme". Entonces Camilo, medio ruborizándose por aquel encuentro, le dijo: "¿Qué puedo hacerte yo, hijo? Lo siento. Es preciso que Dios te cure, es preciso que te encomiendes a Dios". El enfermo replicó: "Padre, por favor, tóqueme la cabeza". Él, para darle satisfacción, lo tocó trazándole el signo de la cruz en la frente. Con este contacto, el enfermo se sintió inmediatamente alegre y contento, le parecía estar libre de todo mal. Con gran alegría iba por entre los otros enfermos diciendo que le había tocado Camilo y que se creía mejorado. De hecho, a los pocos días curó.
En la misma ciudad de Florencia, el señor Nero de Neri tenía a su pequeño hijo muy querido, llamado Felipe, tan mal a causa de un absceso en la cabeza que ya había perdido el habla y lo tenían y lloraban por muerto. Su madre, la señora Minardesca, y otros de casa lo llamaban y no respondía ya palabra alguna. Como eran grandes admiradores de Camilo, que había apadrinado al niño, lo mandaron llamar. Cuando llegó, le puso la mano en la cabeza y, llamándolo por su nombre, inmediatamente se despertó y se le soltó la lengua, y, con gran contento de todos, respondió y habló perfectamente. Desde este momento en adelante comenzó a mejorar; de tal forma que en pocos días estuvo libre de todo mal. Este hecho fue tenido por aquellos señores como algo extraordinario, y como tal lo contaba la señora condesa de Pitigliano, hermana del muchacho .
16. MILAGROS DE DIOS
El año de mil y seiscientos seis, encontró Camilo en Nápoles a Juan Bernardino y Jacobo, sus sobrinos de Buquiánico. Alegróse con ellos y les pidió fuesen otro día a comer a su convento. Obedecieron y quedaron admirados de que les hubiese conocido, porque desde muy niños jamás lo habían visto. Recibióles armoniosamente, encargó al P. Blas les llevase a comer a un aposento, donde les tenía puesta la mesa. Antes de sentarse, entró Camilo y echó la bendición a la vianda y los dejó. Era Cuaresma. Les sirvieron unas hierbas y pocos peces, a cada uno en su plato a aparte. Mientras comían, pensó Juan que había de ver alguna cosa maravillosa obrada por Camilo. Desocuparon los platos, sin dejar nada de la porción, y los retiraron en la mesa. El hambre de caminantes, o pedía más comida o la deseaba. En el aposento no había más que los dos convidados y el padre que los asistía, que nunca se apartó de su presencia, después que les trajo la comida. Volvieron los ojos a los platos que habían quedado limpios y los vieron llenos de vianda caliente, miráronse unos a otros y daban vuelta con los ojos por ver quién los había traído. Alegres con el plato milagroso, dieron gracias a Dios que se mostraba admirable en su siervo Camilo .
El año 1612 cuidaba Domingo Rocío de la cocina de la Casa de Roma. Entró en esta oficina una mañana Camilo con dos pobres a los lados, y dijo al hermano que le diese dos menestras, dos escudillas de caldo con sus hierbas y un poquito de carnero. Obedeció Domingo. Añadió Camilo: "Haz lo mismo con todos los pobres de la puerta". Salió el hermano a ver los que eran y halló cerca de cuarenta. Dijo al P. Camilo que, dando de la menestra y carne una pequeña parte a cada uno, ayunarían los padres. Camilo le reprendió y le dijo: "Oh pobrecillo, tú desconfías de la gracia de Dios". Y mandó diese la menestra y porciones a los pobres. Obedeció el hermano, y Camilo le ayudó a llevarlas a la puerta, añadiendo a la carne pan y vino. A su hora el Superior dio la primera señal para tocar a comer, y pasó a la cocina a ver si estaba a punto. Dijo el cocinero lo que había pasado, y que ni había menestra ni porciones. Vio la olla casi vacía, lo contó al Prefecto, pero por haberlo hecho Camilo, ninguno se atrevió a despegar la boca, pensando en suplirlo con pan, queso y otras menudencias. Pasó el Superior por el aposento de Camilo y vio por un resquicio de la puerta, que estaba arrodillado en oración con los brazos en cruz. Tocaron a comer y, cuando el cocinero pensó que no había qué dar de comer a los religiosos, halló la olla llena, como si no la hubieran tocado, con toda la menestra y carne. Comenzó a clamar con grandes voces: milagro, milagro. Cerráronle la boca y ordenaron que no hablase palabra, por el gran disgusto que daría a Camilo. Afirmó este suceso Domingo Rocío, por cuyas manos pasó. Sucedió en Roma antes que el padre Camilo pasase a Nápoles y a Buquiánico, donde ahora está.
En este lugar, recién venido Camilo, Marta Galeaza tenía en casa una cubeta de vino, que hacía dos cargas. Juan Bautista Grillo, su marido, médico de la villa, le ofreció al siervo de Dios esta cubeta. No la aceptó, pero convino solamente en que se le enviase un poco cada día. Hízolo así por un mes continuo; y mañana y tarde le enviaba cada vez tres frasquitos de vino. Comenzóse a gastar por mayo, y no sólo sacaron vino para Camilo, mas también para otros muchos. Y habiendo ido el doctor a Villa Magna, le enviaron una carga. Cuanto más sacaba, salía el vino más claro y mejor. Llegado el tiempo de la vendimia, y queriendo vaciar la cuba para llenarla de vino nuevo, llenaron un barril y otros vasos, que harían todos más de una carga, y viendo que no podían agotarla, acordó Marta Gallaza distribuirlo por los vecinos, que iban con jarros y decían con maravilla que no podían agotar la cuba. Tuvieron los dos, Juan Bautista y Marta, el caso por milagroso. Y afirmaron con juramento, que por haber dedicado esta cubeta a Camilo, se había multiplicado, diciendo no ser posible por camino humano haber podido sufrir tanta saca la cubeta.
En el mismo tiempo se ofreció pasar el padre Camilo de Buquiánico a Loreto, a visitar unos deudos de su madre. Fueron en su compañía dos hombres de a pie, para cuidar de los caballos. Sus nombres Juan Bernardirno di Cola di Giacomo y Antonio del Abate. Llegó cerca de Loreto por la noche, aposentóse en el convento de los capuchinos, distante una milla del lugar. Lo recibieron amorosamente. Sólo sentían no hallarse con vino ni qué dar de cenar a los criados mozos, con hambre y cansados del camino, y ser tarde para salir a buscarlo. Dijéronselo a Camilo, que confiando en la divina providencia, con santa humildad, dijo que no les faltaría Dios con su gracia. Llevaron a los dos al refectorio, diéronles unos pedazos de pan y una ensalada y menestra; material corto para el hambre que traían; mas lo que les afligió notablemente fue ver a un religioso, que con gran mesura llevó un cántaro de agua y llenó los vasos de ella, y se los puso delante diciéndoles, que por amor de Dios perdonasen y que tuviesen paciencia, que ni aun para los religiosos tuvo bastante vino. En esto entró el padre Camilo en el refectorio y viendo lo que les habían puesto en la mesa, echó la bendición y salió. Los mozos, cuanto más comían, más se aumentaba el manjar. Después de estar satisfechos, rehusando echar mano del agua (habían resuelto dejarla para el final y beber muy poco de ella) hallaron ser excelente vino, que les regaló y satisfizo. Pensaron que el religioso lo había hecho de intento, porque no gastasen mucho y se le quejaron de que se hubiese burlado. Quedó el fraile atónito, sabiendo con gran certeza que no había echado vino, sino agua. Y no pudiendo creerlo, quiso gustarlo y vio que era buenísimo vino. Y para certificarles de que no se había burlado, y que les había puesto agua en los vasos, tomó el cántaro que había quedado en el refectorio, y hallaron ser agua, con lo que atribuyeron todo a milagro de Camilo, y a su bendición. Llamó el refitolero a los religiosos y con pasmo les contó todo lo que había pasado. Los dos huéspedes, aunque cansados, pasaron casi sin dormir la noche, desvelados con el milagro que con juramento depusieron.
En el mismo tiempo, Laura Cirugui, mujer de Onofre de Lelis, primo de Camilo, había donado un botijón de aceite para la lámpara el Santísimo Sacramento de la iglesia de los padres en Buquiánico, y también para algún socorro de los menesteres de los mismos religiosos, y deseando hacer experiencia de lo que sería necesario cada vez, puso el botijón en parte donde nadie podía entrar, y que lo que se daba, pasase por su mano. Habiendo sacado en veces muchas ollas, veía que el aceite no menguaba. Admirada, publicó el milagro y entendió que había sucedido por haber mandado al padre Camilo que hiciese limosna, con que de allí en adelante se las hizo más copiosas .
Otra vez, en Nápoles, encontrándose en la Casa 110 bocas de familia y faltando el pan para la mañana, en el momento de la comida, llegó el encargado del comedor a decirle que no había pan suficiente y, si quería que tocase la campana. Entonces, alzando el corazón a Dios y encomendándole esta necesidad, puso toda su confianza en la divina, providencia y dijo: "Id a tocar". Cuando el encargado iba a agarrar con la mano la cuerda de la campana he aquí que se oyó por toda la casa un toque muy fuerte del timbre de la puerta. Abrieron y se encontraron con que la virreina señora condesa de Benevento, enviaba limosna con varios porteadores cargados de pan y de trigo con gran asombro de todos los de la Casa .
17. JESÚS Y MARÍA
Camilo amaba tanto a Jesús presente en la Eucaristía que se pasaba muchas horas en adoración ante Jesús sacramentado siempre que podía y estaba libre de sus obligaciones del hospital. Ningún día dejaba la misa, a no ser que estuviese muy enfermo o impedido por alguna causa grave. Estando de viaje, procuraba celebrarla siempre, aunque tuviera que ponerse ornamentos muy cortos por ser él muy alto. También se confesaba todos los días que podía, antes de la celebración de la misa. Después de la celebración, estaba un largo rato dando gracias a Dios por el gran regalo de la misa y de la comunión.
Por otra parte, amaba entrañablemente a María santísima, nuestra Madre. Por la calle siempre iba rezando el rosario con los ojos bajos y exhortaba a los religiosos a hacer lo mismo. Nunca pasó delante de una imagen de la Virgen o de otro santo sin que le hiciera una reverencia y, a veces, hasta se quitaba el sombrero.
Ordenado sacerdote, quiso celebrar su primera misa en el altar de la Virgen. Desde los primeros días de su conversión, rezaba todos los días el Oficio parvo de la Virgen. Se inscribió en la Congregación mariana del Colegio Romano de la Compañía de Jesús. Todas las mañanas rezaba las letanías de la Virgen y varias veces peregrinó a Loreto. Solía invocar a la Virgen como reina de los ministros de los enfermos y salud de los enfermos.
Decía que, cada vez que invocaba sobre los moribundos el santísimo nombre de Jesús y de María, era como si tirase una saeta o piedra a la frente del diablo .
18. LOS ÁNGELES
Un día se declaró en Roma una enfermedad maligna, una especie de peste que atemorizó a todos. El Papa mandó a los cardenales que se preocuparan de los enfermos de sus parroquias y el Papa se reservó los del Burgo Sant´Angelo, que encomendó al cuidado de Camilo, a quien ya toda Roma consideraba el padre de los pobres y enfermos. Y fue una maravillosa providencia de Dios que, en esta ocasión, ningún religioso de Camilo se enfermó.
En este tiempo de tantos muertos sucedió que en la Casa de Roma, a medianoche, fueron llamados los religiosos por un precioso joven para ayudar a un hombre que se estaba muriendo. Curcio Lodi envió inmediatamente al padre Jerónimo Quiarella y Juan Pascual. El joven los llevó hacia Tordinona, donde decía estar el enfermo. Por el camino, el padre Jerónimo preguntaba sobre el nombre y otras características del moribundo, según es costumbre hacer entre los nuestros; pero cuanto más apretaba el paso el padre para alcanzar al joven, tanto más aceleraba éste, guardando siempre una distancia de al menos diez pasos. Viendo que no podía alcanzarlo, no hizo ningún intento más y se puso a seguirlo totalmente asombrado.
Cuando ya estaban cerca de Tordinona, el joven se volvió y dijo a los religiosos: "Aquí arriba está el moribundo", y les señaló una puerta abierta. Dicho esto desapareció tan rápidamente de su vista que no lo vieron más. Quedaron totalmente atónitos. Subieron las escaleras y encontraron primeramente una estancia sin luz, donde nadie respondió a sus llamadas. Continuaron subiendo, iluminados por su linterna, y encontraron otra estancia despojada de muebles a excepción de una cama donde yacía un bello anciano todo blanco en trance de muerte. A su cabecera había una lámpara de aceite pendiente de un clavo. Volvieron a llamar por si había gente en casa, pero no respondió nadie. Estaban verdaderamente atemorizados. Un temblor frío empezó a recorrer sus huesos, pero se arrodillaron para cumplir su ministerio.
Apenas habían comenzado, cuando se le aparecieron al padre tres formas feísimas de hombres desnudos con las carnes de color castaño y con las barbas bifurcadas, y que, sin hablar, con ojos y rostros terribles, espantosos y de fuego, alzaban las manos y lo amenazaban por cumplir con aquel ministerio. Entonces, completamente asustado, el padre estuvo a punto de alzar el grito hasta el cielo, pero haciendo un esfuerzo, se levantó en pie y comenzó a hablar al moribundo en voz alta, diciendo: "¡Jesús, Jesús, María, S. Miguel, S. Gabriel, S. Rafael, defendednos!". Exhortaba al anciano a no temer por aquellas horribles visiones de demonios y a confiar siempre en la divina misericordia, a tener dolor y arrepentimiento de sus pecados, a creer firmemente todo aquello que creía la santa Madre Iglesia católica y, sobre todo, a invocar siempre en su ayuda los santos nombres de Jesús y María, mientras le ponía ante sus ojos la imagen del crucifijo.
Después de decir éstas y parecidas cosas, se volvió hacia atrás y no vio más que sombras de aquellas malas bestias, que al sonido e invocación de los nombres de Jesús y María, habían desaparecido, dejando un fuerte mal olor en aquella estancia. Poco menos de un cuarto de hora después, el enfermo pasó a la otra vida sin haber hablado ni una sola palabra, sólo había hecho gestos y movimientos con el rostro y con los ojos como si se encontrase frente al inapelable tribunal de Dios, llamado a juicio y acusado por sus enemigos, y esperase la sentencia final. Le invadía un sudor y temblor tan grande y frío que los padres estaban espantados de mirarlo. Al fin parece que pasó tranquilo y consolado, como si hubiese salido de una gran lucha y como si hubiese obtenido la victoria sobre sus enemigos y el perdón y misericordia de sus pecados.
Los padres sentían dejarle solo y pensaron llamar a algún vecino para que lo velase. Mientras estaban diciendo esto, se dieron cuenta de que en la habitación había una pequeña puerta abierta y, entrando, vieron en la estancia contigua, con gran sorpresa por su parte, a una anciana que dormía sobre una silla de paja. Al despertarla, se sorprendió de su visita, pues ella no los había mandado llamar. Los padres le preguntaron quién era aquel enfermo, y ella respondió que era un hombre forastero venido a Roma para sus negocios, y que habiendo enfermado se había portado con tanta paciencia que parecía un mártir de Jesucristo. Y añadió otras muchas cosas acerca de su bondad. Le preguntaron además quién era aquel jovencillo que había ido a llamarles a casa y respondió que no sabía nada y por eso mismo se había extrañado no poco de su visita, pues el anciano no había sido visitado por nadie durante su enfermedad. Todo esto les confirmó en la idea de que aquel joven no era otro que su ángel custodio.
Nadie debe extrañarse, ya que todos sabemos que el Señor nos ha puesto bajo su custodia para que nos ayuden, para que tengan cuidado de nosotros sobre todo a la hora de la muerte, cuando, sin duda, necesitaremos más que nunca su apoyo. Además, para confirmar lo dicho, quiero añadir ahora el testimonio del beato Felipe Neri.
Se encontraba Felipe Neri ante la agonía del señor Virgilio de Crescenzo, patricio romano, gentil hombre de señalada bondad, y le dijo a uno de nuestros sacerdotes, llamado Claudio Vincenzo, que también acompañaba al moribundo: "Padres, entregaos de corazón a este santo ministerio de la caridad para con los moribundos, porque yo os digo, para ánimo vuestro, que he visto a los santos ángeles poner las palabras en boca de uno de los vuestros, mientras recomendaba el alma de un moribundo. Yo estaba presente .
En varios de sus viajes, acercándose la noche y estando en lugares peligrosos llenos de nieve, o no conociendo el camino y viéndose Camilo como perdido, recurría a la oración y le salía al encuentro alguno que le acompañaba por el camino justo. En ocasiones tuvo por seguro que aquellos no podían ser más que ángeles enviados desde el cielo en su ayuda .
Recomendaba cariñosamente la devoción al propio ángel custodio, diciendo que él había recibido especiales favores del mismo .
19. SU MUERTE
Camilo asistió al quinto Capítulo general, celebrado en Roma en abril de 1613. Salió delegado general el padre Francisco Antonio Niglio, que deseó visitar las Casas y le pidió a Camilo que lo acompañase. Al llegar a la Casa de Génova, Camilo se enfermó gravemente. Algunos querían que se quedara definitivamente en Génova, pero él decía: "Tengo necesidad de ir a Roma, porque así es la voluntad de Dios" .
Cuando mejoró, decidió ir a Roma en una galera y en menos de tres días llegó la nave a Civitavechia. De allí, en una litera, llegó a Roma el 13 de octubre de 1613.
En Roma estuvo prácticamente al cuidado de los hermanos, porque ya no tenía fuerzas para trabajar. Cada noche, llamando a diferentes padres, hacía decir en su presencia las letanías de los santos o de la Virgen, y hacía el examen de conciencia. Poco a poco, su mal se fue agravando. Al principio de su estancia en Roma, iba a misa todos los días a la capilla y, después, ya no pudo salir de su celda, pero era tanta la fama de santo que tenía que una mujer llegó a la portería con el deseo de que pudiera bendecir y sanar al hijo que traía en sus brazos.
El 10 de julio de 1614 envió una carta-testamento a todos los religiosos presentes y futuros en la que afirma: Recomiendo que siempre se sirva, no solo a las almas, sino también a los cuerpos de los enfermos. Y para poder perseverar en tal servicio hay que practicar la santa pobreza con toda diligencia, cultivar la unión, la paz y la concordia entre todos y cumplir los votos... Caminemos por el camino de la santa y verdadera renuncia de la vida espiritual. Nuestro Instituto necesita hombres decididos a cumplir con la voluntad de Dios, entregados a los demás y deseosos a conseguir la santidad,
Exhorto a todos los presentes y venideros a no querer sobresalir y a caminar con santa sencillez por el camino trazado en nuestra bula de fundación y a que todos sean fidelísimos en esto... Envío mil bendiciones a todos los presentes y futuros que trabajarán en esta santa viña del Señor hasta el fin del mundo .
Cuando Camilo vio que se ponía peor, pidió que le dieran la comunión como viático y también el sacramento de la unción de los enfermos, que le fueron administrados por el padre general, Francisco Antonio Niglio, el día 11 de julio de 1614. Después quiso dirigir unas palabras a los padres presentes y los exhortó a la observancia de las Reglas de la Orden y, sobre todo, a tener caridad con los enfermos y unión y caridad entre ellos. Y pidió perdón por sus faltas. También pidió que rogasen al Papa Pablo V, que le concediese su santa bendición y la indulgencia plenaria, lo que le fue concedido.
El 14 de julio, día de San Buenaventura, entregó su alma a Dios, teniendo los ojos fijos en el crucifijo y las manos y los brazos en forma de cruz, invocando el nombre de Jesús y de María, mientras decía las palabras: Que el dulce rostro de Jesús se te presente sonriente. Hacía 40 años que se había convertido; 28 desde que fue aprobada la Congregación por Sixto V; y 20 después que fue elevada a la categoría de Orden por el Papa Gregorio XIV.
Una vez fallecido, vistieron su cuerpo con los ornamentos sacerdotales. Su rostro parecía estar riendo, pues estaba lleno de belleza y dulzura. Por la mañana lo llevaron a la iglesia para rezar el Oficio de difuntos y celebrar misas por su alma. Muchísima gente de Roma venía y decía: Venimos a ver al santo, y querían besarle las manos, los pies, el rostro y tocarle con rosarios, flores, etc.
20. EXHUMACIONES
Lo enterraron en la misma noche del día 15. No pusieron ni inscripción ni epitafio. Lo colocaron provisionalmente en un ataúd de ciprés. Pero al tercer día, para ponerlo más decentemente, lo sacaron de la tierra. Lo hallaron tratable y con el cuerpo flexible, como si estuviera vivo. La llaga de la pierna, curada antes que expirase, la hallaron como siempre, roja, llena de cavernas y de gruesos montecillos de carne. Y fue sepultado en la iglesia de la Magdalena, cerca del altar mayor, al lado del Evangelio.
Su corazón fue extraído el mismo día de su muerte, parecía un rubí grande, de modo que admiró a los que lo vieron. Lo conservaron en un relicario en la Casa de Nápoles.
Once años después de su entierro, el año 1625, Año santo, en el pontificado de Urbano VIII, se celebró en Roma el séptimo Capítulo general en que acabó su generalato el padre Sancio Cicateli, el primer biógrafo de su vida.
El 8 de mayo de 1625 fue exhumado y su cuerpo apareció incorrupto, excepto que el rostro aparecía algo moreno y quemado. En lo demás estaba sano y entero. Los pelos de la barba, de los párpados y cejas, al igual que los cabellos, estaban como si le hubieran enterrado ese mismo día. En el féretro se encontró gran cantidad de licor o aceite, que había manado de su bendito cuerpo. Con este aceite, Dios hizo maravillas, sanando enfermos. Los médicos le hicieron una herida debajo de la tetilla derecha y salió de ella tanto licor que se empaparon no pocos pañuelos. En esta ocasión hubo varios milagros documentados Un hombre extendió su brazo contraído con solo tocar el venerable cuerpo. Otro sanó de un tumor en la rodilla, un sordo fue curado. Otro enfermo, que caminaba con muletas, volvió a casa sin ellas. Fueron catorce los que confesaron haber recibido gracias de sanación.
21. SAN CAMILO Y SU ORDEN
Fue beatificado por Benedicto XIV el 8 de abril de 1742 y canonizado el 29 de junio de 1746 por el mismo Papa, quien dijo de Camilo que era el fundador de una nueva escuela de caridad.
El Papa León XIII lo nombró en 1886 patrono de los enfermos y de los hospitales junto con san Juan de Dios. Pío XI, en 1930, lo proclamó protector de los trabajadores de la salud y lo propuso como modelo de servicio a los enfermos.
Su escultura se encuentra en la basílica de San Pedro de Roma. Su fiesta se celebra cada año el día de su muerte, 14 de julio, fiesta de san Buenaventura. Actualmente la Orden trabaja en hospitales propios y ajenos, en residencias de ancianos para pobres y enfermos, en centros para discapacitados y en la formación a través de centros de humanización de la salud.
En total son unos mil religiosos, sacerdotes y hermanos, en unos 28 países. Su hábito es negro y llevan al pecho la cruz roja, signo que indica a Cristo sufriente en el enfermo. Doscientos cincuenta años de la fundación de la Cruz Roja, ya la Cruz Roja ondeaba en los campos de batalla y en los hospitales en el pecho de los religiosos camilos.
El padre Luis Tezza, camilo, fundó, en unión con la beata Josefa Vanini, la Congregación de hijas de San Camilo. La beata María Domenica Brun fundó las hermanas ministras de los enfermos.
¡Bendito sea Dios por la vida de san Camilo y las bendiciones que ha derramado sobre el mundo por medio de él y de su Orden!
CONCLUSIÓN
Después de haber leído atentamente la vida de san Camilo, podemos alabar a Dios por la gran caridad que le concedió para atender a los pobres y a los enfermos. Para ellos era como una madre y se sentía tan feliz de poder ayudarlos en las cosas más sencillas, aunque fueran desagradables, que decía que en el hospital estaba en un jardín hermoso y perfumado, donde podía conseguir toda clase de flores de amor para Jesús.
Lo cierto es que hacía tantos actos de caridad con los enfermos y con todos los que le rodeaban que el mismo Papa Benedicto XIV, que lo canonizó, dijo que era el fundador de una nueva escuela de caridad.
De todos modos, aunque no ha sido el único en la historia de la Iglesia que se ha dedicado a cuidar enfermos, sí podemos decir que fue de los primeros en dedicarse a tiempo completo a esta actividad sin desatender a los pacientes en tiempo de epidemias, pestes o guerras.
Pidamos a Jesús por medio de María que nos dé el valor y la fuerza para hacer actos de caridad con los enfermos que nos rodean y para poder vivir con fortaleza los momentos personales de la propia enfermedad.
Que Dios los bendiga por medio de María.
Tu hermano y amigo del Perú.
P. Ángel Peña O.A.R.
Agustino recoleto
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